martes, 11 de octubre de 2016

Exigencia

Generalmente procuro que entre mi poesía y yo haya una pequeña línea que nos separe. Una fina línea que haga que esa brecha entre ella y yo no sea lo suficientemente grande, ni inconsecuente, como para mandar a tomar por culo la poesía o que yo termine con problemas graves de identidad. O con las piernas de sentir la tierra bajo mis pies, rotas por cuarenta partes. Así que hablo como el que caga versos, lo cual tan sólo me lleva a una simple e insana intención de poner a la poesía ante un problema de salud higiénica. El poeta no termina, no se acaba, no se agota al final de un verso o un poema. El poeta continúa siendo poesía cuando se cierran todos los libros del mundo. El resto es un problema de los salones de té y las barras de bar a las que, por exigencias del guion, se ve obligado a asistir. O lo que es lo mismo a vivir. En las barras de bar se apoya, en un intento de mejorar sus versos, pero también para sujetar su carne y no caer bajo el peso de su permanente contradicción: no saber que el poeta no termina.