Tal vez en el silencio, a eso de las doce de la noche,
cercanas las cuatro de la madrugada,
un par de horas después de haber amado tanto,
será entonces cuando ponga fin a este escalofrío
y me dedique a buscar en la oscuridad
los besos perdidos por la alfombra,
o a recoger las pelusas livianas que dejaron
los cadáveres verdes de aquellos hombres
que intentaron amarte en mi presencia.
Y en ese silencio deduzca
que si te dejo, no tenga a donde ir.
Que debo asumir que tú eres mi lugar de destino,
la tierra que cavo entre los surcos del poema,
o la frente que levanto al cielo
buscando o preguntándome qué hice.
Aún me crucifican las encrucijadas,
los maderos curvados,
el óxido sucio y malva de los clavos,
las coronas de espinas dulces.
Y como un cristo que nunca se arrepiente,
nada excitante hice por impedirlo.