martes, 10 de abril de 2012

Zambra

Acaricié tu sexo. Lo hice desde una inocencia que presumía suavidad y mórbido deseo. Supuse que una leve y abultada hendidura, que se fue haciendo alargada y profunda, sería el camino que llevaría a mis dedos al abrigo hospitalario de tu alma. Tus ojos se aquietaron, y mis párpados cerrándose, apresaron tu mirada. Una vara de fuego comenzó a arder en mi espalda. Sé acallar tu necesidad. Ocupar tu vientre.
Toda concreción de la carne se anuda en mí. Todas las heridas para las reparaciones del alma se hallan en los pasos perdidos de tus muslos, entre ellos sé como invocarlos, como conjurarlos para que se aparten, para que dejen paso a esa agitación que necesito. Allí en un sólo punto, en un solo centro, el mundo se hace torpe, aprende, se enriquece, evoluciona. Allí viven, se reúnen, empiezan y terminan los caminos, todas las estrellas, los astros y planetas. Una galaxia cabe, nombra, acecha, gira y se expande entre reflejos de luces y sombras, se contrae y llora en tu túrgido y espumoso musgo, inocente a todas mis estrategias de seducción. Sedúceme alegre, a pesar de mis excesos, pese a mis recelos, hazme atractivo, señuelo, engáñame. He de ser grande allí donde otros se empequeñecen. Quiero que seas un ser menudo, inventado por este hondo sentimiento de silenciarte. Y  que me hagas mudo.