viernes, 12 de noviembre de 2010

Para Olga Fernández Dévora

Una bolsa de plástico (con posibilidades de reciclado) conteniendo
dos libros (seis poetas, uno español)
un paquete de tabaco rubio (Nic. 1.1 mg. Alq. 15 mg.)
el contacto con la tinta de unos dedos (el verso)
las notas musicales impresas (un disco L.P. un C.D.)
y todo el celofán que entorcha este día cálido de Noviembre
regalo que la vida me ofrece sintiéndome halagado
mientras ella ante un café como el mío
lee un libro de poemas.

Día que cabe por fin en una bolsa de celulosa
junto a un tango de Adriana Varela
sonando a la vez que suenan las hojas de este otoño

oficio

Arriba y abajo siguiendo mis pasos
o pisando mis huellas
calcé definitivamente
el pie que me acompaña
e hice mi obra con altiva paciencia
rastreando cual apache
los cascos heráldicos de Kafka
por ejemplo
u otros por ejemplos
como De Rokha y muchos más
alguno más llegó hasta mi cuerpo
que respiró la libertad con agallas de anfibio,
o la falta de ella con bífida lengua.

Y soporté hermético y soberbio
al poema caído en medio de mi frente;
que doblegado, abatido, impávido
gravitó dulce y amargo.
Fue reptando como una serpentina animal,
como una hiedra eterna y duradera.
Por todas mis tripas y mis hernias
fue dejando zarpazos de una gravedad
próxima al herido de guerra y su dolor hospitalario.

El poema felino, con enérgico vigor, me ha sometido
durante años. Obligado a pergeñar las heridas a los versos
o la letra a la palabra, he ido atando con hilos de sangre
el amor o la vida, el odio o la muerte,
añadiendo cabo al cabo, zurciendo y repasando
o corrigiendo sus afilados bordes,
así hasta vencerle un poco:
el poco de los genios o de los elfos o de los magos,
la brizna
del que somete a esclavo el remiendo literal,
a plancha el patrón tipográfico
a magistral borrador elegías y loas.